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El ‘Green Deal’ necesita más competencia, no menos
Recientemente se ha abierto en la Unión Europea un debate interesante, pero no exento de riesgos: ¿Se deben modificar las normas de defensa de la competencia para contribuir al Pacto Verde Europeo? El pasado 4 de febrero la Comisión Europea organizó una conferencia en torno a esta pregunta, sobre la que académicos, sociedad civil, empresas y representantes políticos debatimos en torno a cuatro grandes ejes: ambición política, innovación, acuerdos restrictivos de la competencia y fusiones, y ayudas de Estado.
La conclusión fue unánime: la política de defensa de la competencia puede y debe jugar un papel fundamental para alcanzar los objetivos en materia de clima y energía. Si la regulación y la fiscalidad juegan su papel para que las empresas incorporen a sus decisiones los costes y beneficios medioambientales que generan, la competencia puede convertirse en una vía eficaz para la mejora de la sostenibilidad. La competencia incentiva a las empresas a innovar para reducir el uso de recursos, para desarrollar nuevas vías de descarbonización, para idear productos más sostenibles. Y todo ello, en beneficio de los consumidores y de la sociedad. La función social de la competencia merece ser puesta en valor.
Hay quienes abogan por una relajación de las normas de competencia. Esgrimen que la innovación necesita que los rivales cooperen. Pero el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, a través de su artículo 101(3), ya contempla exenciones al permitir acuerdos restrictivos de la competencia, siempre que los beneficios superen los costes, que no haya alternativas menos costosas, y que los consumidores obtengan una participación justa de los beneficios. Ir más allá abriría la puerta a un greenwashing que podría justificar, indebidamente, violaciones de las normas de competencia. Si a los rivales se les permite cooperar, existe el riesgo de que no se limiten a hacerlo únicamente sobre cuestiones que favorezcan la sostenibilidad. Podrían también acordar precios o coordinarse para retrasar la adopción de tecnologías limpias, como ocurrió en el cartel de los camiones o en el de las empresas automovilísticas alemanas (BMW, Daimler, Volkswagen, Audi y Porsche), actualmente bajo investigación. Existe un peligro cierto de que los carteles, si se les deja, se escondan tras la etiqueta verde.
En el ámbito de las ayudas de Estado también hay posiciones enfrentadas. Hay quienes abogan por una mayor flexibilidad para que los recursos públicos fluyan hacia actividades que contribuyan a la sostenibilidad, o para paliar los efectos adversos de la transición energética sobre ciertos colectivos. Pero estas posibilidades no solo ya están contempladas por la normativa de ayudas de Estado, sino que es precisamente esta norma la que favorecerá un mejor uso de los recursos, permitiendo que se puedan llevar a cabo más, no menos inversiones. Por ejemplo, las directrices sobre ayudas de Estado en materia de clima y energía han sido muy efectivas al promover el uso de mecanismos competitivos, como las subastas, que han contribuido a reducir los costes y los precios de las energías renovables. La muestra más reciente es la subasta de renovables en España. Las directrices, en proceso de revisión, deberían no obstante incorporar algunas matizaciones, como la de permitir una interpretación correcta del principio de “neutralidad tecnológica” para promover la diversidad de tecnologías y además evitar que los recursos públicos se disipen en forma de rentas excesivas.
Más allá de estas cuestiones, existe cierta controversia sobre si las ayudas de Estado deben (y pueden) incorporar cierta “condicionalidad verde”, similar a la ya incorporada al fondo de recuperación europeo. Resulta contradictorio que por una parte la UE lidere la lucha contra el cambio climático, y por otra permita que los Estados asignen recursos públicos a actividades contrarias a sus objetivos medioambientales.
El control de ayudas de Estado pretende evitar que se financien actividades ineficientes que distorsionan la competencia o el comercio europeo. Pero, ¿hay mayor ineficiencia, mayor fallo de mercado, que el daño sobre el medioambiente? Como defendió el vicepresidente de la Comisión Frans Timmermans en la apertura de la conferencia, el principio de “no causar daño” debiera estar presente en la concesión de ayudas de Estado, cuestión que compete a los legisladores.
La defensa de la competencia es también, junto a la defensa del medioambiente, una seña de identidad europea. Nuestra mejor contribución a la lucha contra el cambio climático es que sigamos liderando, como hasta ahora, con el ejemplo.
Natalia Fabra es catedrática de Economía en la Universidad Carlos III de Madrid
Este artículo fue publicado el 9 de febrero de 2021 en EL PAIS.